9.- Crónica de una valenciada (Parte 1)

Abro los ojos. La canción de Usher que reproduce mi celular como alarma ha sonado ya por tercera vez desde que se activó y no me puedo dar ya el lujo de presionar la bendita tecla snooze una vez más. Tengo que levantarme y llegar al baño antes de que mi co-inquilinos lo avasallen y tenga que lavarme los dientes en la cocina, como sucede frecuentemente.

En efecto, demasiado tarde. A modo de consolación me digo a mi mismo que de no ser por estas visitas forzadas a la cocina a tan tempranas horas de la mañana, no tomaría mi delicioso mousse de chocolate como mi versión de lo que la gente llama desayuno. Al fin y al cabo, los dientes se lavan después y el agua fría del grifo en mi cara me ayuda a ver las cosas con un poco más de perspectiva.

¡Qué frío! Dejar la comodidad de mis sábanas para enfundarme en mi anorak de oferta de Carrefour y salir a la calle para tomar el autobús me parece tan difícil como lo que deben sentir los niños cuando nacen: es un segundo parto. Me dan ganas de patearme cuando me doy cuenta que he dejado de traer un suéter debajo con la excusa de "no estar cargando" nada y el aire frío se mete verdaderamente hasta el fondo de mis entrañas. En fin no me queda más que caminar los cuarenta metros que hay desde la puerta de mi edificio y parar en el bar de don Alfonso a tomarme mi merecido primer café de la mañana.

A toda usanza española, don Alfonso abre religiosamente su bar desde las 7 de la mañana puesto que muchos trabajadores acuden allí antes de iniciar su jornada para tomarse su cerveza- desayuno y tirar algo de dinero en las máquinas tragamonedas. Me ha visto venir desde la esquina, por lo que mi cortado está ya caliente y espumeante en el tope de la barra y don Alfonso no de muy buen agrado arroja la moneda que le doy a cambio de tan revitalizante brebaje a la caja registradora mientras musita un bajo y casi ininteligible "buenos días".

Todavía tengo dos minutos para tomarme mi café y fumar el cigarro matutino. Son esos pequeños placeres de la vida que uno se permite y "autojustifica" por un supuesto futuro "mejor rendimiento" durante el día. Don Alfonso de hecho ve de buen grado mi pequeño ritual mañanero por lo que decide el también encender un pitillo y comentarme acerca de la actuación garrafal del equipo de fútbol local durante la noche anterior.

Doblo la esquina y todavía puedo ver personas que están esperando en la parada del autobús por lo que puedo respirar tranquilo y aminorar el paso: al fin y al cabo son menos cien metros de camino y todavía no me he terminado mi cigarro, aunque me repito nuevamente que hoy tuve suerte y que al día siguiente no debo de usar esos diez minutos extras del tan socorrido snooze o de lo contrario perderé el autobús verdaderamente. Mientras silenciosamente me reclamo a mí mismo mi falta de cuidado, llego a la parada para ver una vez más como todas las mañanas, a la niña de rosa que saca a pasear su pequeño perro- rata a tan inmorales horas de la mañana. En verdad le tengo respeto, puesto que de no tener un motivo de peso, no saldría yo con este frío y este sueño a pasear un perro tan feo y chillón hasta que se le ocurriese hacer sus "chistecitos".

Por fin mis compañeros de parada comienzan a movilizarse por lo que me doy cuenta de que el autobús está próximo a arribar. Cual parvada de buitres que detectan una jugosa osamenta para roer, todos se acercan a donde presuntamente se detiene el autobús y así ganar la carrera a los asientos más cercanos a la puerta. Miradas de reojo y intimidamiento a base de presión corporal es la manera de obtener un poco más de terreno y parece ser que los empleados más veteranos tienen más experiencia en la "danza de la parada" por lo que siempre son los primeros en subir al transporte; aunque al fin, no es ningún problema encontrar un par de asientos desocupados en donde poder recargar la cabeza y "descansar los ojos" unos veinticinco minutos más mientras llegamos a la planta. En estos momentos es cuando extraño mi iPod y realmente me dan ganas de golpearme por no recordar que no es posible meterlo a la lavadora y esperar que funcione de maravilla después de un ciclo de lavado para ropa de color y una buena dosis de detergente. En fin, la vida en realidad no tiene banda sonora así que ¿por qué forzarlo?.

Entre somnolencia y despabilamientos llego dando tumbos a la oficina. Si pensaba que antes hacía frío ahora realmente lo creo al caminar por afuera de los edificios hasta llegar a mi departamento, por lo que realmente agradezco haber llegado a la comodidad de mi silla, mi ordenador y la agradable calefacción. Y así comienza mi rutina: leer mi correo (en todas mis cuentas), leer las noticias en Mural, revisar el menú del día y esperar a que mis compañeros becarios decidan ir "a por un café" a la sala de al lado. Es el segundo cortado de la mañana, pero extrañamente me cae de maravillas a pesar de no haber desayunado. Además todos cuentan sus anécdotas de lo acontecido el día anterior tomando turnos y con lujo de detalles a fin de prolongar lo máximo posible nuestro tan improvisado descanso. Entonces llega el jefe: la junta matutina ha terminado y los jefes han decidido el "plan de batalla" del día, por lo que las tareas van siendo repartidas de una en una hasta llegar a nosotros, el escalón más bajo del organigrama.

En general si me dan una tarea, incluso de las más nimias, significa que durante el día la estaré haciendo y no me aburriré releyendo las columnas de Germán Dehesa o la reciente victoria de las Chivas. Es entonces cuando me doy cuenta de que es hora de ir a comer y las horas "más productivas" del día se han terminado. Lo que sigue es simplemente ir al comedor, elegir de entre las viandas las opciones que se vean más apetitosas incluyendo el suculento postre de chocolate de siempre. Un poco de plática: todos estamos hambrientos y sabemos que además tendremos tiempo de hacer la tertulia en el café de la post-comida. Solamente Jacinto se explaya con sus tan consabidos vituperios en contra del sistema y demás "gilipollas" de la sociedad. Aun cuando no esté uno de acuerdo, es imposible dejar de sonreir y admirar su "enjundia" revolucionaria.